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Versión española de Fernando Santos Fontenla
El origen de este libro se halla en
una de las conferencias en memoria de Sigmund Freud dadas en la
Universidad de Londres en 1977. Deseo manifestar mi agradecimiento a los
síndicos de esa cátedra, y en especial al Profesor Richard Wollheim,
por haberme invitado. Las investigaciones ulteriores y el tiempo
destinado a escribir este libro resultaron posibles gracias a una
subvención de la Fundación Nacional para las Ciencias. Son muchos los
amigos que me ayudaron con sus consejos y sus críticas. Desearía dar las
gracias en especial a Susan Sontag, Loren Baritz, Thomas Kuhn, Daniel
Bell, David Rieff, Rosalind Krauss, Anthony Giddens y David Kalstone.
Como siempre, Robert Gottlieb y en personal de Alfred A. Knopf, Inc. me
han ayudado con su solidaridad y su competencia.
El paternalismo se halla en un extremo de las
imágenes de la autoridad en la sociedad moderna. Se trata de un poder
ejercido en bien de otros. Ninguna obligación hereditaria obliga a nadie
a actuar así, ni tampoco las admoniciones religiosas. El cuidado de los
otros es el don de la autoridad, y ésta solo lo concederá mientras
beneficie a sus intereses. En el extremo opuesto se hallan las imágenes
de autoridad que no pretenden cuidar de nadie. Estas imágenes son más
sutiles, porque a primera vista no parecen referirse al control que una
persona ejerce sobre otra. Son las imágenes de una persona autónoma.
En las ciencias físicas, la autonomía significa bastarse a si mismo.
En la vida social nadie puede bastarse a sí mismo. Una definición de la
autoridad mucho más antigua, del Renacimiento es la de una persona en
pleno dominio de sí misma. Esta definición se aproxima más a describir
el hechizo de la autonomía. El dominio de uno mismo es raro y objeto de
respeto. Pero una persona que se domina a sí misma hace algo más que
obtener respeto. El que parece ser señor de si mismo tiene una fuerza
que íntima a los demás.
El paternalismo surgió en el siglo pasado como forma de crear una
comunidad con nuevos materiales de poder: el trabajo separado del hogar,
un mercado abierto de trabajo, ciudades en expansión. La autonomía es
la heredera de la dirección opuesta al individualismo que podían seguir
estos nuevos materiales del poder. Pero la heredera ha aumentado su
herencia. La esencia del individualismo del siglo XIX residía en que lo
dejaran a uno en paz: si uno era pobre, como individuo quedaba
abandonado a su destino; si era rico, nadie tenía derecho a impedirle
hacerse más rico todavía. En un mundo en que las diferencias materiales
van haciéndose menos evidentes, en la cual las monedas de cambio son los
servicios y los conocimientos especializados, la autonomía es más
estable. Hay otros que necesitan a una persona más de lo que ella los
necesita a ellos. Necesitan algo que él o ella ha aprendido a ser, en
lugar de algo que la persona posee. Un plutócrata del siglo XIX podía
perder en la Bolsa un día y al día siguiente ser objeto del ridículo de
personas que pocas horas antes lo adulaban. Pero un médico o un
burócrata muy especializado se ha formado y se ha desarrollado; lo que
posee es su misma naturaleza, y eso es lo que otra gente necesita.
La autonomía adopta una forma sencilla y otra compleja. La forma
sencilla es imposición de una especialidad. A veces se califica a la
sociedad moderna de «sociedad de especialidades” dada la importancia que
se da a la experiencia técnica. De hecho, Daniel Bell ha aducido que la
experiencia y la innovación técnicas se han convertido en las formas
modernas de capital; los conocimientos de los expertos son como el
dinero en metálico del empresario del siglo XIX en el sentido de que
quienquiera los posea puede ser independiente. La autonomía adopta
también una forma más complicada, una forma que reconocerá todo el que
haya trabajado en los niveles superiores de una burocracia. Se trata de
una cuestión estructura de personalidad más que de especialidad. Por
ejemplo, un administrador no es sólo ascendible cuando hace bien una
tarea concreta, sino cuando puede coordinar la labor de varias personas,
cada una de ellas con sus propios conocimientos especializados. Las
burocracias han inventado toda una serie de imágenes para describir las
cualidades de un jefe así. Naturalmente, tiene que llevarse bien con
otra gente. Pero para dirigir a sus subordinados en lugar de verse preso
de todas las exigencias concretas que se le hacen, ha de poseer una
serie de aptitudes que mantengan su independencia, su dominio de sí
mismo y su capacidad para influir más que reaccionar. Este complejo de
rasgos de personalidad divorciados de toda experiencia técnica concreta
crea la forma compleja de la autonomía. No se busca solo en los jefes,
sino también cuando se evalúan perspectivas futuras de los niños en la
escuela y se evalúa a los trabajadores de niveles más bajos. La
estructura de la personalidad autónoma significa que una persona tiene
la capacidad para ser buen juez de otras porque no busca
desesperadamente su aprobación. Este tipo de dominio de uno mismo
aparece, pues, como una fuerza, una fuerza en calma y por encima de las
tempestades que hace que parezca natural el decir a otros lo que han de
hacer.
Cuando otros necesitan a una persona más de lo que esta los
necesita, esa persona puede permitirse actuar con indiferencia ante
ellos. Si el burócrata hace caso omiso de los apuros del desempleado que
rellena formularios complicados, si el médico trata a sus pacientes
como cuerpos y no como personas, esos mismos actos de indiferencia
mantienen la dominación. En la forma compleja de la autonomía, el
mantenerse frío cuando otros le piden algo a uno o desafían a uno es una
forma de mantener la superioridad. Naturalmente, son pocas las personas
que tratan de ser groseras o indiferentes Pero la autonomía elimina la
necesidad de tratar con otra gente de forma abierta y mutua Existe un
desequilibrio: ellos demuestran la necesidad de uno más que uno
demuestra su necesidad de ellos. Y eso lo coloca a uno en situación de
dominio.
Al reaccionar a esta dominación, los necesitados pueden llegar a
percibir a las figuras autónomas como autoridades. El temor y el respeto
a los expertos es una sensación muy familiar, sobretodo por lo que
respecta a los médicos. Es posible que la percepción de algo autorizado
en una estructura de personalidad autónoma sea algo más perverso. Quien
es indiferente despierta nuestro deseo de que se nos reconozca; queremos
que esa persona advierta que tenemos suficiente importancia para que se
nos advierta. Podemos provocarla o denunciarla. Pero la cuestión es
lograr que reaccione. Temerosos de su indiferencia, y sin comprender qué
es lo que la mantiene altiva, llegamos a depender emocionalmente. Todo
lector de Proust recibe la lección más exacta de este proceso por lo que
respecta a la autoridad erótica. La indiferencia eleva al ser amado,
escribe Proust; la mera distancia del ser amado hace que se convierta en
un ideal inalcanzable. Así, el narrador se convierte en el “esclavo” de
Albertine. Si se advierte la súplica, se eleva la mirada, entonces se
rompe el hechizo. Proust cree que el romper la autonomía de otro es como
recuperarse de una “enfermedad de sumisión”.
Mediante los estudios del prestigio profesional y de los rangos
deseables de la personalidad se puede definir con bastante exactitud a
quién se percibe ahora como autónomo. Las ocupaciones más prestigiosas
en los Estados Unidos, la Gran Bretaña e Italia — países donde se ha
estudiado más intensamente el fenómeno — son profesiones como la
medicina el derecho o las ciencias de investigación. Quienes responden
atribuyen gran altura a esas actividades porque se percibe a las gentes
que las realizan como si pudieran trabajar conforme lo que ellas
prefieren y les interesa. Los jefes de grandes empresas figuran más
bajos en la escala porque se entiende que dependen de otra gente. Se
concede categoría más alta a muchas ocupaciones artesanales muy
especializadas, como la carpintería, que a actividades «de cuello
blanco» en las cuales una persona lleva corbata en el trabajo y tiene
una secretaria, pero básicamente no es sino un engranaje en una
maquinaria burocrática. Un estudio de los -rasgos deseables de
personalidad-, realizado entre estudiantes universitarios de Estados
Unidos, establece dos rasgos como los más deseables carácter abierto y
confianza en uno mismo. Después, en orden decreciente, la perseverancia,
la creencia en un objetivo y la capacidad de autoafirmarse. La
confianza y la lealtad se hallan casi al final de la lista. Un estudio
algo parecido en Inglaterra demuestra que el carácter abierto y la
autodeterminación figuran arriba de todo, la confianza bastante alto y
la buena disposición a compartir las cosas al final del todo.
Evidentemente los principales candidatos de estas listas de rasgos
deseables de personalidad están en conflicto. El conflicto existe porque
esa imagen de la autoridad suscita una reacción ambigua. Las personal
autónomas pueden ser fuertes, pero también pueden ser destructivas. Por
ejemplo, siempre tenemos una reacción hostil contra las figuras
autónomas en las burocracias, pero no advertimos que la estamos
teniendo. La indiferencia de las personas que ocupan puestos de poder
burocrático la percibimos en términos de algo distinto: impersonalidad.
Max Weber expresaba esta reacción así:
Su carácter específico se desarrolla de modo tanto más perfecto
cuanto más “deshumanizada” es la burocracia, cuánto más completamente
logre eliminar de los asuntos oficiales el amor, el odio y todos los
elementos puramente personales, irracionales y emotivos que eluden el
cálculo.
Aquí ha desaparecido alguien: el sujeto que reacciona a esta
frialdad. Ese sujeto también forma parte de la burocracia; él o ella
reacciona al hueco que encuentra en las caras de quienes se hallan en
posiciones de control. Por lo general, las explicaciones de la
impersonalidad desprecian el carácter y el comportamiento de los
poderosos y hablan de otra causa: el tamaño La Adminisiraci6n es
demasiado grande, o los hospitales son demasiado grandes para ser
humanos. Esta explicación es en si misma curiosamente impersonal;
bastaría con que el tamaño de las cosas fuera más pequeño para que
mejorase la calidad de las relaciones humanas.
Toda la historia del paternalismo del siglo XIX brinda una lección
tras otra acerca de como crear un ambiente íntimo y personal que es
opresivo y en el cual los poderosos actúan con indiferencia a los deseos
de sus subordinados. Pullman, a quien sus empleados conocían
personalmente, era indiferente a sus deseos de comprar sus propias
casas. La naturaleza de las relaciones de poder, cómo se perciben y
organizan esas, es lo que determina un fenómeno complejo como el de la
indiferencia. Una idea puramente cuantitativa, según la cual el tamaño
de las instituciones lleva a su impersonalidad, lo cual a su vez lleva a
la práctica de la indiferencia, es demasiado simplista. Cuando
utilizamos la palabra -impersonalidad para explicar la experiencia de
que se haga caso omiso de nosotros, estamos tratando, mal, de decir cómo
perciben otros la autonomía.
En este capítulo quiero contemplar cuatro facetas de la autoridad
autónoma. En primer lugar, su relación con la disciplina, tanto la
disciplina que la persona autónoma se impone a sí misma como lo que
impone a otros. En segundo lugar, el vínculo que puede establecerse
entre una persona autónoma y un subordinado que sin embargo reacciona
negativamente a esta disciplina. En tercer lugar, cómo los controles que
las autoridades autónomas ejercen sobre otros están llegando a ser más
velados y a estar más protegidos en las ideologías burocráticas modernas
Por último, deseo ocuparme de la creencia en la autonomía como forma de
la libertad.
La disciplina
Ya tenemos una buena idea de lo tiene in mente Stalin cuando declara
“yo soy vuestro padre”. Está tratando de obligar a otra gente a hacer
lo que él quiere: afirma su derecho a hacerlo porque es el padre
colectivo. Al cabo de un tiempo, la gente suele obedecer, el hábito de
la obediencia es la disciplina. Las cosas están menos claras en le caso
del presidente de una empresa industrial inglesa que hizo a sus
trabajadores manuales el siguiente discurso:
Cada uno de nosotros tiene su sitio en la empresa. Yo hago mi
trabajo lo mejor que puedo y espero que cada uno de vosotros haga el
suyo según su capacidad. Si todos trabajamos mucho, creo que podemos
trabajar de forma rentable y armoniosa juntos. Desde luego, no quiero
injerirme en vuestro trabajo. Francamente, no entiendo las
complicaciones de lo que hacéis la mayoría de vosotros, igual que
vosotros no comprendéis las complejidades de las decisiones a las que he
de hacer frente yo. Debemos respetar nuestras distancias mutuas.
El patrono renuncia a su capacidad de obligar a otra gente a hacer
lo que él quiere; de hecho, declara que no sabría decirles qué hacer.
Cuando más se acerca a una amenaza es con la frase que empieza con “si
todos trabajamos mucho...”. Pero esto es débil. Está predicando una
-autodisciplina voluntaria por amor a la empresa: una disciplina sin
fuerza.
Pero existe un mensaje oculto y coercitivo Tiene que ver con lo
probable que es el que él o ellos actúen con auto-disciplina. El
trabajar mucho en algo complicado es producto de la educación; la
formación profesional y la evolución de la personalidad. Cuanto más alta
sea la escala social, más acceso a educación y formación profesional
tiene uno. Por lo tanto, es más probable que uno logre tener
especialidades que controlar. En términos de simple autonomía el
“capital”- de las especialidades es mayor. ¿Qué significa controlar este
recurso?
En la era del gran capitalismo, la autodisciplina tenía un
significado claro. Existe un famoso retrato de la Sra. de Jay Gould,
esposa del millonario estadounidense, con una gargantilla de perlas que
valía medio millón de dólares. La Sra. de Gould observó al fotógrafo que
sólo se la ponía cuando había desconocidos y “que le tenía miedo” a su
collar. Desde luego no tenía miedo de gastar dinero. A todos los niveles
de la burguesía, la gente compraba frenéticamente y exhibía en público
lo que había comprado. La gente tenía que demostrar lo que poseía para
que otra gente supiera cual era su puesto en la sociedad; las posesiones
constituían signos sociales. Pero lo que se temía es que si uno gozaba
con sus propias posesiones, quedaría, como decía la frase victoriana,
consumido por el placer. La alusión sexual viene a cuento: poséelo pero
no lo goces Quien goza con un objeto tiene grandes probabilidades de que
ese placer lo destruya y de despilfarrar sus recursos. Por lo tanto, la
tarea disciplinar del individuo consistía en trabajar mucho para
poseer, enorgullecerse de la posesión pero no sucumbir a la sensualidad
material.
La disciplina de una persona autónoma de hoy día es bastante
diferente. La autonomía surge por la autoexpresión y no por la
autodenegación, Cuanto más exprese uno la totalidad de sí mismo, sus
placeres además de sus capacidades, más formado es como persona. Para
nosotros, la disciplina significa organizar y orquestar toda esta serie
de recursos internos de modo que adquieran cohesión. Lo que nos incumbe
no es reprimir parte de la psique, sino darle una forma al todo. Por eso
hemos llegado a estar dispuestos a someter cada vez más de las
actividades de nuestras vidas a adquirir una formación oficial.
Compramos manuales sobre el sexo, pagamos una formación en
autoafirmación, en “gestión del tiempo libre” no porque estemos
consumidos por la lujuria, la ira o la frivolidad, como podrían haber
pensado los victorianos, sino porque queremos desarrollar nuestras
capacidades. Socialmente ésta formación y capacitación de todo el yo
tiene un objetivo. Lo convierte a uno en una persona a la que los otros
hacen caso.
Y aquí es donde comienza la sutiliza a del discurso del presidente,
En su conversación hace lo que parece ser una observación aduladora
acerca de cómo no sería capaz de entender las complejidades de lo que
hace la mayor parte de sus trabajadores manuales. Sus conocimientos de
expertos le imponen respeto; reconoce su autonomía.
¿Qué probabilidades tenía de que lo creyeran? Creo que sus oyentes
aceptarían la conclusión de que la autonomía y el reconocimiento mutuo
van de la mano. Dudarían que ellos mismos se hubieran desarrollado de
cualquier forma que mereciese consideración. En entrevistas realizadas
por Jonathan Cobb y por mí para el libro titulado The Hidden Injuries of
Class, advertimos que los trabajadores norteamericanos experimentan
mucho estas dudas. Atribuyen el tener t0rabajos rutinarios o manuales a
su incapacidad para “progresar”, para “saber qué hacer”. Creen que no
han logrado formarse, disciplinarse en el sentido moderno; el resultado
es que son “don nadies” o “una pieza más de la maquinaria”. Las familias
a las que entrevistamos; tratan de compensar su propia sensación de
fracaso mediante un control rígido de sus hijos, cosa que ocurre en
especial con los padres de clase obrera Los hijos no tienen más opción
que llegar más allá que sus padres. Una novela extraordinaria del obrero
inglés Robert Tressell, The Ragged-Trousered Philanthropists expresa la
existencia de una divisoria análoga entre el ideal y uno mismo Los
obreros que observa tienen miedo a enfrentarse con sus jefes, porque
creen que no son más que partes de seres humanos, que no son lo bastante
completos para ser fuertes. Por eso creen que se merecen lo que les
pase. Esta opinión la comparte el jerarca del sindicato de transportes
de los Estados Unidos (Teamsters) que intentaba explicar la corrupción
de su sindicato a una comisión senatorial diciendo que representaba a
personas de ideas sencillas que no comprenderían ni esperarían nada
mejor.
Precisamente ocupamos un sector en el que por lo general hay muy
pocos especialistas... no es necesario forzosamente tener demasiado
talento para conducir un camión... casi todos nosotros hemos aprendido
durante nuestra vida a conducir un automóvil.
Lo normal no es notable. Lo que no es notable es indistinguible de
otros. Cuando no hay distinciones, no hay nada distintivo, no hay forma.
Parece extraño que el desarrollo de un yo coherente estigmatice a
otros, pero precisamente esto es lo que implica socialmente la
autonomía. El presidente dice que respeta a sus empleados por su
autonomía. Entonces volvamos su afirmación por pasiva; si no son
autónomos, si como adultos sensibles lo advierten, si él cree que de
hecho no se distinguen mucho, entonces no va a prestarles demasiada
atención. La indiferencia que estigmatiza a quienes se perciben como
carentes de autonomía se ve expresada también en las declaraciones de
profundo desprecio como la hecha por el jefe sindical citado más arriba.
Una persona bien educada y segura de sí misma puede cuidarse de si
misma, es independiente, se distingue de la multitud; todas esas
imágenes se expresan en el modismo idiomático de decir que esa gente -
tiene “clase”. Son como faros. En cambio, las imágenes de quienes se
hallan en la masa son de personas cuyos caracteres son tan poco notables
y están tan subdesarrollados que no despiertan ningún interés. Se
hallan en la sombra.
Los estudios sobre el prestigio profesional en los Estados Unidos,
Italia y la Gran Bretaña mencionados antes revelan que este uso como
modismo de la palabra “clase” no es accidental. Por lo que respecta a la
ocupación, son relativamente pocas las personas a las que se percibe
como verdaderamente autónomas. Por lo tanto, existe una interesante
relación entre la autonomía y otras formas desviadas de distinguirse de
la multitud. En su obra sobre Vigilar y castigar, Michcl Foucault
escribe:
En un sistema de disciplina, el niño está más individualizado que la
persona adulta, el paciente más que la persona sana, el loco y el
delincuente más que la persona normal y la no delincuente. En cada caso,
en nuestra civilizaci6n todos los mecanismos de individuación se
vuelven hacia el primer elemento de esa serie de pares, y cuando uno
desea individualizar al adulto sano, normal y respetuoso de la ley,
siempre lo hace preguntando cuánto queda en el del niño, qué locura
secreta yace en su interioridad, qué crimen fundamental ha soñado con
cometer.
El concepto de individualismo de Foucault es el de alguien que se
distingue por tener una falla que no es “normal”. La autonomía se
refiere a alguien que ha desarrollado un talento, una personalidad, un
estilo que tampoco es normal, pero en este caso la palabra que más vale
utilizar es la de “corriente”. Pues lo, que implica “corriente” es un
estado de ser carente de forma, nada notable, fofo; dicho de una sola
palabra, una condición amorfa de vida.
Si una persona ha dominado sus recursos, y por lo tamo sabe
controlarse, esa figura autónoma puede disciplinar a otras al hacerles
sentir vergüenza. Claro que la indiferencia a la gente corriente produce
un efecto de vergüenza: les hace sentir que no cuentan. El industrial
inglés lo dijo de forma sucinta en otra parte de su discurso:
En esa empresa no podemos perder tiempo atendiendo a los caprichos
de todos Si nuestros competidores no nos fueran tan a la zaga, yo haría
un esfuerzo, un gran esfuerzo, por convertir a la empresa en un lugar en
el que cada uno tuviera la tarea que mejor le va. Pero ya me resulta
bastante difícil mantener esta empresa a flote y si queréis un trato
especial en cuanto a tareas, horas extraordinarias, etc., tenéis que
lograrlo gracias a vuestros propios métodos. Si no, debéis aceptar las
cosas tal como decide la dirección.
Pero, ¿cómo es que el hacer que otras personas se sientan
avergonzadas le dé a uno el control permanente sobre ellas que implica
el término “disciplina”? Para comprenderlo es necesario comprender cómo
ha ido avanzando la vergüenza a medida que se ha ido desvaneciendo la
violencia en las sociedades occidentales como instrumento cotidiano de
la disciplina.
A veces me he preguntado qué ocurriría si a una persona moderna se
la transportara a la vida de una casa del siglo XVIII con muchos
criados, o a una fábrica da principios del siglo XIX, la impresión de
ver la dominación expresada por los poderosos en forma del maltrato
corporal de sus sirvientes u obreros sería algo abrumador para nosotros.
En las casas del antiguo régimen era frecuentísimo dar golpes en las
orejas a los criados o darles de patadas, tanto a las mujeres como a los
hombres; en la fábrica del siglo XIX. al capataz le parecía lo más
corriente actuar así con un obrero que hiciera mal su trabajo, y el
obrero, igual que el criado antes que él, tampoco lo consideraba
extraordinario. Era de prever.
A lo largo del siglo XIX fueron cambiando algo los términos de la
capacidad de los poderosos para imponer malos tratos físicos. Se empezó a
considerar gradualmente que el rasgarle la piel a alguien —es decir,
entrar con fractura en el cuerpo de otro— era algo incivilizado. El
látigo, utensillo doméstico muy común en el antiguo régimen para la
disciplina tanto de los criados como de los hijos, se vio sustituido por
la regla o la palmeta (tabla con agujeros utilizada en la Europa
meridional y en el sur de los Estados Unidos) para darles a los niños
golpes en la mano; la violencia que los adultos infligían a otros
adultos pasó a ejercerse con la bota o con las manos. En las primeras
protestas inglesas contra los castigos a bastonazos en el siglo XIX, los
reformistas pensaban que la práctica de las escuelas era bárbara, no
porque hiciera mucho daño sino porque era antihigiénica: era muy fácil
que a un niño apaleado se le infectaran las heridas. Y sin embargo, la
vinculación entre poder y capacidad para violentar físicamente a otra
persona siguió siendo muy fuerte. Hace un siglo, en las calles de Nueva
York o de París, una persona rica que fuera montada en coche no
consideraría nada anormal llenar de agua o del barro de la calzada a un
caminante. Este fue uno de los significados originales de la expresión
estadounidense -de que lo traten a uno como al polvo: uno era demasiado
pobre para poseer un coche y tenía que ir andando.
En The Civilizing Process, Norbert Elias fue el primero en aducir
que la vergüenza se iba haciendo un fenómeno cada vez más importante en
la sociedad moderna a medida que iba desapareciendo la violencia física.
Observa, por ejemplo, que a los victorianos les daba vergüenza que se
les vieran las formas: las mujeres deformaban la forma misma de sus
cuerpos con corsés y ballenas, los hombres neutralizaban su aspecto
mediante el ubicuo traje de paño negro que envolvía las piernas, los
brazos y el pecho en forma de bolsas de un material neutro. El autor
relaciona esta vergüenza acerca del cuerpo con el hecho de desnudar a
otra persona como forma de infligir un castigo; también eso llegó a
hacerse incómodo. Aunque todavía se podía uno sentir tranquilo en cuanto
a desnudar las nalgas de un niño al que se le iba a dar de bastonazos,
los malos tratos a los adultos sólo se infligían por el exterior, como
si, aunque estuvieran en poder de uno, uno mismo se sintiera avergonzado
de ver lo que había debajo. Esta explicación resulta insatisfactoria en
algunos aspectos. Pasa por alto los cambios políticos e ideológicos, a
partir de la obra de Beccaria De los delitos y de las penas del siglo
XVII, que trataba de expresar la dignidad del hombre en términos de la
sanidad de su cuerpo. Pero la teoría; de Elias señala también algo muy
importante. La erosión de la violencia física en el siglo pasado no es
una muestra de que disminuya la coerción. Es indicio de que aparece una
serie nueva de controles como la vergüenza, controles menos palpables
que el dolor físico pero iguales que él en cuanto a producir sumisión.
La autoridad es una experiencia fundada en parte en temor, a una
persona más poderosa, y el infligir dolor es una base concreta de ese
poder. Claro que cabría definir la fuerza en términos materiales
distintos del mero dolor físico. Si no me obedece, lo despido. Pero esta
respuesta puramente material también va perdiendo su realidad en la
sociedad moderna. No me puede usted despedir si voy a la huelga, sea
espontáneamente o por conducto de mi sindicato; las leyes de casi todos
los países occidentales protegen mi derecho a desobedecerle a usted en
este respecto. ¿Qué ocurre, pues, a la autoridad cuando el castigo que
permite la sociedad es limitado, cuando no se permiten ni el látigo ni
el hambre ni la pérdida del empleo?
La vergüenza ha sustituido a la violencia como forma rutinaria de
castigo en las sociedades occidentales. El modo es simple y perverso. La
vergüenza que puede inspirar una persona autónoma a sus subordinados es
un control implícito. En lugar de que el jefe diga explícitamente “eres
una porquería” o “fíjate en mí que soy mucho mejor que tú” no
necesariamente más que hacer su trabajo ejercitar su capacidad o exhibir
su calma e indiferencia Sus poderes están fijados en su puesto, son
atributos estáticos, cualidades de lo que es. No son tantos los momentos
abruptos de humillación, como esos meses tras otros de no hacer caso de
sus empleados, de no tomarlos en serio, lo que establece su dominación.
No hace falta que se revelen nunca los sentimientos que le inspiran
ellos, ni él a ellos. La erosión del sentimiento de valía de sus
empleados nunca forma parte de su discurso con ellos; es una erosión
silenciosa del sentimiento que tienen ellos de su propio valor lo que
los desgastara. Así, y no con malos tratos abiertos, es como los obliga a
hacer su voluntad. Cuando la vergüenza es silenciosa está implícita, se
convierte en un instrumento patente de someter a las personas.
En las sociedades totalitarias, el temor a la violencia hace que la
indiferencia de las personas con autoridad sea algo que desear
ardientemente. Una colega checoslovaca me ha contado lo siguiente de sí
misma, que merece una larga cita:
Habían venido a la oficina en busca de literatura disidente y les
había enseñado todo lo que tenía en la mesa y en el bolso. Pero ante
ellos no mostró ninguna ironía. Fue más tarde, al describir el registro a
un amigo en un café cuando pudo permitirse decir que había tenido el
honor de una visita de la policía de seguridad del Estado pero que, por
desgracia, no había podido ayudarlos en el desempeño de sus funciones
Ella no era ninguna disidente.
Recordaba vagamente los años antes de que llegaran al poder, pero
sus padres lo recordaban demasiado bien: mercado negro de todo, salvo
los alimentos más baratos, muebles que había que quemar como leña en los
peores días del invierno. Ya adolescente había vivido el racionamiento,
pero éste funcionaba. Sin embargo, en un cierto momento advirtió dos
cosas. La primera y más sencilla era que los disidentes desaparecían. El
Estado en que vivía era moderno, es decir, que raras veces se
denunciaba en público a los disidentes, un día simplemente desaparecían,
como figuras que nos parecen muy reales en sueños y desaparecen cuando
llega la luz del día. La otra cosa fue que quienes verdaderamente crían
en el régimen, o quienes buscaban un apoyo especial de éste, también
corrían un gran peligro. Recordaba a un chico de una escuela de
secretariado que exhortaba a todo el mundo a renunciar a la carne de su
racionamiento durante una semana al mes con objeto de enviar comida a
los revolucionarios de Angola. También él desapareció. Ella fue sumando
gradualmente esos datos.
El ser invisible es sobrevivir. El ponerse una máscara de
normalidad, el ansiar la indiferencia de las autoridades, todo ello
lleva a la práctica de una autodisciplina mucho más rígida que cualquier
cosa que hubieran podido imaginar los victorianos. El ejemplo más
angustioso de la autodisciplina totalitaria que conozco es algo que
contó una vez un exiliado soviético a un investigador de la Universidad
de Columbia acerca de cómo se obligó a fumar en pipa:
Cuando se fuma en pipa la cara no revela tanto. Ya ves, esto fue
algo que aprendimos durante el período soviético. Antes de las
revoluciones solíamos decir: “Los ojos son el espejo del alma”.Los ojos
pueden mentir, ¡y cómo! Con los ojos se puede expresar una atención
total que en realidad no es la que presta uno. Se puede expresar
serenidad o sorpresa. Es más fácil dominar la expresión de la boca.
Muchas veces me miraba la cara en el espejo antes de ir a mítines y
manifestaciones y entonces veía... De pronto me daba cuenta de que
bastaba con el recuerdo de una desilusión para cerrar la boca. Por eso,
cuando se fuma una pipa grande, está uno más seguro de sí mismo Como la
pipa es pesada, los labios quedan deformados y no pueden reaccionar
espontáneamente.
Para nosotros es diferente todo: la definición de fuerza, de
castigo, de disciplina. Cuando nos mudamos a una nueva comunidad lo
primero que pensamos no es: ¿Como puedo disfrazarme? Y tampoco
necesitamos transmitir directamente cuáles de gustos, sensaciones y
percepciones individuales de modo que al cabo de unos meses sintamos que
podemos confiarnos mutuamente y quitarnos el velo de la neutralidad.
Toda esta forma de supervivencia no tiene tanto peso en nuestras vidas
como tiene algo que nuestra misma libertad permite y convierte en un
problema. La presión que pesa sobre nosotros es la distanciación de una
condición que parece vergonzosa, la condición de invisibilidad. Supongo
que si se considera desde el punto de vista del ruso mencionado, el
deseo de recibir un trato especial sería un acto de absoluta locura.
Pero desde nuestro punto de vista, no es ninguna locura, sino una
tentativa de lograr algo que escasea mucho en una sociedad capitalista
avanzada: una sensación de respeto y reconocimiento por parte de otros
en las cosas corrientes de la vida y cuando se es nada más que una
persona corriente. La autodeclaración tiene para nosotros un peso moral,
y el ser visibles tiene un significado en términos de jerarquía social.
Es nuestra tentativa de romper el vínculo disciplinario, un vínculo en
el que nuestra inferioridad hace que no merezca la pena vernos.
Ahora quiero demostrar como la práctica de la autonomía compleja
puede crear, no obstante, un vínculo entre el superior y el subordinado.
Se traca de un vinculo en el cual el subordinado tiene una sensación de
espanto acerca de las actitudes de autonomía manifestadas por su
superior, siente esa mezcla de temor y reverencia que es el ingrediente
más esencial de la autoridad. En los materiales de estudio concretos que
voy utilizar, llega un momento en que se rompe el régimen de
disciplina. El subordinado reacciona explosivamente contra su superior,
pero durante ese proceso se ha ido haciendo cada vez más dependiente. El
caso recuerda la pauta de la dependencia desobediente de la Srta.
Bowen. También expone concretamente supuestos sustentados en las
ideologías burocráticas modernas acerca de cómo deberían las figuras
autónomas de autoridad manipular ha otros a fin de restablecer el
control disciplinario.
El vinculo que crea la autonomía
El siguiente estudio se publicó en la Harvard Business Heview en
junio de 1965- Se ha citado a menudo en círculos empresariales como
modelo de la forma en que un jefe debe tratar a un empleado exigente.
El Dr. Richard Dodds, físico investigado, entró en la oficina y
mostró una carta a su superior, el Dr. Blackman. Esta carta procedía de
otra institución de investigaciones y ofrecía un puesto a Dodds.
Blackman leyó la carta
DODDS: ¿Qué le parece?
BLACKMAN: Ya sabía que iba a recibirla. Me preguntó si no me importaba que la enviara. Le dije que la mandara sí quería.
DODDS: Yo no la esperaba, especialmente después de lo que me había
dicho usted la última vez (pausa). La verdad es que aquí estoy muy bien.
No quiero que se crea usted que estoy pensando en marcharme. Pero me
pareció que debía ir a verlo —creo que es lo que espera— y quería que
supiera usted que no por ir a verlo significa que esté pensando en
marcharme de aquí, a menos, claro que me ofrezca algo extraordinario.
BLACKMAN: Y, ¿por qué me cuenta usted todo esto?
DODDS: Porque no quería que le dijera nadie a usted que estaba
pensando en marcharme de aquí sólo porque vaya a visitar otra
institución. En realidad, sabe usted, no tengo ninguna intención de
marcharme, salvo que me ofrezca algo extraordinario que no pueda
permitirme rechazar. Creo que es lo que le voy a decir, que estoy
dispuesto a ver su laboratorio, pero que salvo que me ofrezca algo
extraordinario no tengo intención de marcharme.
BLACKMAN: Como usted quiera.
DODDS: Y¿qué le parece a usted?
BLACKMAN: ¿Qué? ¿Qué me parece que? Tiene usted que decidir por su cuenta.
DODDS: No creo que vaya a aceptarlo. En realidad no me ofrece nada
extraordinario. Pero me interesa lo que va a decir y me gustaría ver su
laboratorio.
BLACKMAN:Tarde o temprano tendría usted que decidir dónde quiere trabajar.
Dodds replica enérgicamente: Eso depende de lo que me ofrezcan, ¿no?
BLACKMAN: No; en realidad no; la gente que vale siempre recibe
ofertas. Se recibe una buena oferta y se marcha uno, y en cuanto se ha
marchado recibe otras buenas ofertas. Si tiene usted que estudiar todas
las buenas ofertas que reciba se va a marear. ¿No interviene el factor
de hasta qué punto le interesa a usted la estabilidad?
DODDS: Pero no estoy buscando otro empleo. Ya se lo he dicho. Es él
quien me ha enviado esta carta, y no porque yo se lo pidiera. Lo único
que he dicho es que iba a visitarlo y usted se cree que estoy buscando
otro empleo.
BLACKMAN: Bueno, pues puede usted escoger el dejar su contrato aquí
si le ofrece algo mejor. Lo único que le digo es que todavía tendrá
usted que resolver la cuestión de que hay que quedarse en algún sitio,
y, ¿cuál va a ser?
La conversación continuó girando en torno a lo que iba a pensar la
gente si Dodds cambiaba de trabajo en aquel momento y por último Dodds
dijo:
DODDS: Mire, he venido a verlo y quiero ser honrado con usted, pero usted me hace sentir culpable y eso no me gusta
BLACKMAN: Más honradez no se le puede pedir.
DODDS: No he venido a buscar pelea. No quiero molestarlo a usted.
BLACKMAN: No me molesta. Si cree usted que lo que más le conviene es irse a otra parte, me parece muy bien.
Vuelve a producirse una larga conversación acerca de lo que en
realidad quiere Dodds y qué pensarían si se marchara. Por fin Dodds
estalla:
DODDS: No lo comprendo. He venido aquí para actuar honradamente con
usted y me hace usted sentirme culpable. Lo único que quería era
enseñarle esta carta e informarle de lo que iba a hacer. ¿Qué tenía que
haberle dicho?
BLACKMAN: Que había leído usted la carta y consideraba que dadas las
circunstancias le parecía necesario ir a visitar al profesor, pero que
estaba usted comento aquí y quería quedarse por lo menos hasta haber
terminado un trabajo.
DODDS: De verdad que no lo entiendo. Se cree usted que en ninguna
parte del mundo voy a estar mejor que en este laboratorio...
El propósito de la conversación parece sencillo. Una persona informa
a su jefe de que se le ha ofrecido la posibilidad de otro empleo. Es
muy probable que en el fondo esté esperando que el jefe le diga que
cualquiera sea la oferta que reciba el subordinado, la empresa en la que
ya está trabajando le hará otra igual. A medida que avanza la
convcrsaci6n, sin embargo, el jefe responde de tal modo que el
subordinado se siente desleal y culpable por haber osado incluso
considerar la posibilidad de marcharse. Al final de la entrevista, el
doctor Dodds no se halla en estado de tomar una decisión coherente
acerca de su propia carrera.
En un cierto sentido, este jefe recuerda a George Pullman. La
primera vez que el Dr. Dodds menciona la carta, Blackman responde: “Ya
sabía que iba a recibirla. Me pregunto si no me importaba que la enviara
Le dije que la mandara si quería. De hecho, Blackman ha aprobado la
oferta del exterior; si el empleado tiene buena suerte es gracias a él.
El superior controla la realidad. Tanto la realidad psicológica como
la material. En medio de su discusión, Dodds dice que Blackman le hace
sentirse culpable, a lo cual Blackman responde -Más honradez no se le
puede pedir-. Cuando una persona dice que se siente culpable / la otra
responde que más honradez no se le puede pedir, es que están hablando en
dos planos emocionales diferentes. El primero, el del subordinado, es
el de las emociones que una conversación concreta despiertan en él; el
segundo, el del superior, es un juicio de todo el carácter moral del
interlocutor. Superficialmente, este juicio parece un cumplido. Pero la
aprobación de alguien que ve más allá del momento inmediato y hace un
juicio total de otra persona tiene un efecto atemorizador y dominador
Este efecto aparece directamente en las frases siguientes del
subordinado: “No he venido a buscar pelea. No quiero molestarlo a usted”
Pullman controlaba la realidad total de sus empleados, su vivienda,
si fumaban o no, a quien veían. además de sus empleos; creía que él
podía controlar estas experiencias mejor de lo que podían los empleados
por si mismos. En los intercambios entre Dodds y Blackman, el jefe
también expresó que ve y controla una realidad como no puede hacerlo el
subordinado: literalmente al haber autorizado el que se le ofrezca otro
empleo, psicológicamente al reaccionar a los sentimientos específicos
del subordinado mediante la formulación de juicios sobre todo su
carácter.
Pero existe un abismo entre el jefe paternalista antiguo estilo y
este otro. Todo lo que hacía Pullman llamaba la atención sobre sí mismo;
cada empleado de la ciudad tenía que saber quien era personalmente la
causa de su bienestar. En la entrevista entre Dodds y Blackman, el jefe
no atrae la atención sobre si mismo. En todo momento hace que el
empleado vuelva sobre sus propias reacciones, aspiraciones y
sensaciones. El jefe evita tratar con su empleado de persona a persona
mediante una técnica que yo calificaré de respuestas invertidas. Las
respuestas invertidas empiezan casi en el momento en que se inicia la
conversión. Dodds dice que está contento con su trabajo actual, pero que
se marcharía si le hicieran una oferta extraordinaria. Blackman, en
lugar de responder de forma directa, por ejemplo con un “naturalmente" o
con un “no se vaya”, o con un ¿qué es lo que calificaría usted de
“extraordinario"?, responde: “¿Y por qué me cuenta usted todo esto?” con
lo que vuelve a lanzar toda la carga de la conversación sobre el
subordinado que ha de justificarse. Dodds reacciona tratando de hacerlo.
Dice: “Porque no quería que le dijera nadie a usted que estaba pensando
en marcharme de aquí sólo porque vaya a visitar otra institución-.
Ahora ambos hablan en los términos del superior. El superior se halla en
una posición de control porque ha evadido una respuesta directa, es
decir, que podría o querría hacer una contraoferta a Dodds. Por el
contrario, ahora lo que tratan es de si Dodds es leal a la empresa.
Las respuestas invertidas aparecen siempre que se recurre al
superior o se lo desafía. Cuando Dodds reitera su afirmación de que no
se marchará más que si le ofrecen un puesto mejor, Blackman responde:
“Como usted quiera”; más tarde, cuando Dodds dice patéticamente: “No
quiero molestarlo a usted”, su jefe le da una respuesta más neutral y no
personal posible: “No me molesta. Si cree usted que lo que más le
conviene es marcharse a otra parte, me parece muy bien”.
Podríamos sentirnos tentado; de decir que éste es el ejemplo
perfecto de la impersonalidad burocrática, salvo que el subordinado se
siente muy hondamente afectado por estas respuestas invertidas. Cuanto
más se mete Dodds en la conversación peor se siente personalmente ante
este consejero que constantemente le vuelve a plantear la cuestión en
términos de su elección y sus sentimientos propios, que nunca confiesa
estar verdaderamente implicado en el asunto. Como el jefe no da nada de
sí mismo, es el empleado quien lleva a cabo su propia prueba de lealtad,
con la ayuda de la frase del jefe; “Estamos hablando de usted, no de
mí”.
Donde más impacto emocional tienen las respuestas invertidas es en
el concepto mismo del discurso. Tienden a desacreditar las declaraciones
de la otra parte en cuanto a su significado intrínseco. Cuando un
superior dice de las perspectivas de carrera de un subordinado: “Y, ¿por
qué me cuenta usted todo esto?” —pese a que los motivos son
evidentes—se le está diciendo al empleado que lo que dice directamente
no revela sus intenciones; el significado real debe ser algo oculto.
Toda la parte de Blackman se realiza así. El jefe está ayudando al
subordinado a llegar a algo que el subordinado no comprende acerca de si
mismo. Al negarse a conceder al discurso de un subordinado un
significado intrínseco. Blackman puede con el tiempo centrar a Dodds en
sus propios sentimientos disociados de su situación profesional: se
hacen intensamente inquietantes, pero en el limbo. El resultado es que
Dodds se siente cada vez menos en control de la situación; no insiste en
que su jefe le ofrezca un puesto igual de bueno que el otro empleo
externo, exhorta a su jefe a que le diga lo que debería haber hecho al
anunciar que había recibido una carta de la cual ya estaba enterado el
jefe.
El invertir la respuesta como hace este jefe sirve efectivamente
para varios fines. En primer lugar, se inicia un combate por el
reconocimiento. El subordinado quiere que su jefe responda concretamente
a sus problemas —el de la posibilidad de que cambio de empleo— y el
jefe no responde diciéndole que el empleo en su puesto actual es de
hecho mejor que la nueva posibilidad, ni con una contraoferta. En
cambio, el jefe establece su propia dominación mediante la práctica de
la indiferencia. “Si cree usted que lo que más le conviene es irse a
otra parte, me parece muy bien”. Extraña declaración en labios de un
hombre que poco antes le ha dicho al subordinado que como éste tiene
tanto talento es probable que en el futuro reciba muchas ofertas. A
medida que el empleado se va poniendo más nervioso, el jefe mantiene la
calma. El mantener la calma frente a la ira de otro siempre constituye
una forma de mantener el control de un conflicto. Pero en este caso, una
conversación que se había iniciado amigablemente va enervándose en una
de las partes precisamente porque la otra no responde de modo igual.
Además, el subordinado da muestras de ir dependiendo emocionalmente del
jefe debido al proceso mismo de inversión de las respuestas. El momento
es extraordinario:
“No lo comprendo. He venido aquí para actuar honradamente con usted y
me hace usted sentir culpable. Lo único que quería era enseñarle esta
carta e informarle de lo que iba a hacer. ¿Qué tenía que haber dicho?
El jefe procede a decirle que es lo que debería haber hecho. Si
hubiera hecho mejor las cosas, no estaría tan nervioso. El jefe actúa
con indiferencia al hecho de que, como el subordinado le dice de modo
tan gráfico, hay algo en su propio comportamiento que ha puesto nervioso
al subordinado. Por el contrario enseña al subordinado como
comprenderse mejor a sí mismo.
El resultado de este proceso es un eco de la idea de Foucault de que
“cuando uno desea individualizar al adulto sano, normal y respetuoso de
la ley, siempre lo hace preguntándole cuanto queda en él del niño, qué
secreta locura yace en su interior...”. Este calmado jefe ha logrado que
su empleado tenga una pataleta infantil simplemente al permanecer,
superficialmente, calmado y portarse adultamente. ¿Qué le pasa? Esa
pregunta es individualizadora: uno se centra en sí mismo para explicar,
para justificar. En cambio, el jefe no ha revelado nada de sí mismo: no
responde a las influencias, las ejerce. En este desequilibrio reside su
autonomía.
El vínculo entre estos dos se ve forjado por este desequilibrio. La
primera vez que Dodds pregunta si el jefe va a hacer que le merezca la
pena quedarse. Blackman replica diciendo: tiene usted un problema de
lealtad dado el tipo de persona que es usted: inestable, ansioso de
oportunidades, etc. Cuando la respuesta invertida ejerce su efecto, el
subordinado se pregunta a si mismo: ¿Soy leal?, en lugar de: ¿Merece mi
lealtad este hombre y este empleo?
En la dependencia desobediente de Srta. Bowen, el vínculo entre ella
y el padre se reforzó cuando ella transgredió los deseos de él. En la
entrevista entre Dodds y Blackman, el subordinado se enfada con su jefe
porque duda de su lealtad y de hecho termina la entrevista con una
declaración de deslealtad: “Se cree usted que en ninguna parte del mundo
voy a estar mejor que en este laboratorio”, y se halla emocionalmente
en manos de su jefe. Está pidiendo reconocimiento; quiere sacudir a su
superior para que salga de la indiferencia es la forma de apretar el
nudo. El superior sigue manteniendo el control de aparato del
reconocimiento; su atención es el premio por la perturbación. En este
marco, la negación no constituye ningún paso hacia la libertad. Una vez
mostré a mi colega checoslovaca la transcripción de la entrevista entre
Dodds y Blackman y le pregunté cómo interpretaba ellas las astutas
frases del jefe de haga a usted lo que quiera, no me importa. “Todo eso
me parece un lujo”, replicó “pero, claro, nunca he conocido a nadie que
necesitara jugar a esas cosas”. Sería un error considerar que el jefe es
conscientemente maquiavélico. Blackman tendría que haber sido un gran
actor par organizar y llevar a cabo una entrevista así. Por el
contrario, está jugando conforme a un reglamento, conforme una serie de
hipótesis, sobre cómo hacer frente a las amenazas desde abajo. Estas
hipótesis dicen que hay algo más eficaz que las amenazas; en lodo caso,
aquí, al revés que en la fábrica del siglo XVIII, no cabe la posibilidad
de males tratos físicos. Las normas que sigue son las mismas que llevan
a la gente a idealizar a los médicos o a los investigadores como “más
altos” en la sociedad que los directores de grandes empresas. Son las
mismas normas que llevan a los obreros a sentirse ambivalentes acerca de
la expresión de sus exigencias debido al convencimiento de que sus
vidas internas están menos desarrolladas que las de sus superiores. El
jefe ejerce influencia como figura de autoridad autónoma, influencia que
vincula a su desobediente empleado a él como figura potente cuyo
reconocimiento hay que ganar.
En el capítulo anterior hablamos del paternalismo como una falsa
profesión de atención. Ahora debemos comprender que la autonomía implica
otro tipo de ilusión: un disfraz del poder, de modo que parece venir de
la nada, ser impersonal, un disfraz en la misma palabra “influencia”.
La influencia
Para comprender este disfraz. primero hemos de tomar nota de un
importante dato histórico. En el antiguo régimen se creía que la forma
en que sobrevivía la masa de la población tenía muy poco que ver con los
principios y las personas de la autoridad. Se creía que el trabajo era
comparable a la vida de los animales. Montesquieu no conforma sus
principios de la autoridad justa e injusta según el trabajo que hace la
gente, y tampoco lo hizo Rousseau. En las cartas de Madame de Sévigné,
el trabajo es invisible. Fue la gran Enciclopedia de Diderot, publicada a
fines del siglo XVIII, donde amaneció la conciencia del trabajo como
cosa importante para una comprensión más general de la sociedad, y
fueron las obras de Marx y Engels las que llevaron a la madurez esa
conciencia. La forma en que la gente entiende su trabajo, sus jefes y a
sí mismos es la base de la autoridad en la sociedad.
Las ideologías del paternalismo en el siglo XIX constituyeron un
reconocimiento de la necesidad de justificar el trabajo manual a otos de
quienes trabajaban para otros. Cuando llegó la primera guerra mundial;
ésta justificación estaba empezando a desaparecer, al igual que la
promesa de la ideología misma del mercado de incluir a cada vez más
personas entre sus beneficiarios El problema era mensurable. En el
decenio de 1920, los patronos estadounidenses, alemanes y británicos
empezaron a tomar el tipo de estadísticas que revelaban que la
productividad de sus obreros iba disminuyendo en comparación con la de
una generación atrás. No parecía que los llamamientos a las glorias de
la competencia del mercado sirvieran de mucho ni tampoco las
declaraciones sobre el deseo de tratar bien a los empleados.
Pero ahora ya se sabe mucho acerca de la relación entre la
motivación del obrero y la productividad. Esa relación no es una
correlación directa y positiva. Por ejemplo, un estudio realizado en
fábricas estadounidenses después de la segunda guerra mundial concluyó
que los obreros enajenados pueden ser muy productivos; sencillamente
hacen su trabajo sin pensar en él y pasan el día de la forma más fácil
posible precisamente porque se sienten muy desconectados. También se
sabe que hay muchas situaciones laborales en las cuales los obreros son
menos productivos cuando se empiezan a interesar en el trabajo; saborean
las tareas que realizan y las hacen lentamente, o empiezan a hacer
preguntas acerca de por qué está organizado el trabajo de un modo u
otro, en lugar de limitarse a cumplir las órdenes.
La motivación fluctúa también con el tiempo; depende de una serie
compleja de factores económicos, demográficos y culturales. Actualmente
los países de Norteamérica y muchos de los europeos experimentan una
“crisis” de motivación de los trabajadores comparable a la que surgió en
el decenio de 1920. Los indicios de un claro descontento se han
caracterizado muy diestramente en un libro de Robert S. Gilmour y Robcrt
C. Lamb, Political Alienation in Contemporary America, en el cual se
revelan algunas estadísticas alarmantes acerca de los descontentos que
sienten los trabajadores con su actividad y las sospechas que abrigan
acerca de sus jefes. Aunque menos de una décima parte de los
profesionales estudiados estaban muy descontentos o tenían sospechas, el
40 por 100 de los trabajadores de servicios y un tercio de los obreros
industriales si que lo estaban o las tenían. Estas dos últimas
categorías forman la gran masa de los trabajadores en la sociedad
industrial. Las personas descontentas se pueden expresar de varias
formas. Los obreros descontentos con la cadena de mando y obediencia en
la que trabajan resisten al poder establecido de formas que cada vez
tienen menos que ver con la protesta organizada. Cada vez se considera
más a los sindicatos que han pasado a ser ellos mismos grandes
burocracias, como organizaciones distantes que colaboran con el enemigo.
El descontento aparece en formas más espontáneas, aisladas, quizá
patéticas, que atentan a la productividad.
Por ejemplo, el absentismo voluntario ha pasado a ser un algo muy
preocupante tanto para la burocracia pública como para las privadas. No
sólo entraña el fingir enfermedades con objeto de tener licencia pagada
por enfermedad; el absentismo interviene también al nivel de los
trabajadores de cuello blanco que sencillamente se marchan el día o
mienten diciendo que tienen que hacer algo fuera de la oficina. A medida
que ha aumentado la escala del fenómeno, ha cambiado la percepción de
este. Los expertos en personal ya no lo consideran como mera
delincuencia; ahora lo entienden como táctica de resistencia. En el
decenio pasado, además, ha aumentado el número de huelgas espontáneas,
de huelgas que van —como ocurre en el caso del sindicato de mineros de
los Estados Unidos y en el de los trabajadores del automóvil británicos—
tanto contra los jefes de los sindicatos como contra la burocracia de
la dirección. Estas rupturas de la “disciplina obrera”, como solían
llamarlas los socialistas, van apareciendo en Inglaterra, Italia y
Francia, además de en Norteamérica.
El motivo de que esos descontentos guarden relación con la autoridad
tiene que ver con el hecho de que ahora de lo que se trata es de la
calidad de esa experiencia laboral. En el centro de cita experiencia se
halla la relación humana entre obreros y jefes. Un estudio reciente de
las insatisfacciones entre trabajadores italianos de oficina enumeran
las siguientes quejas en orden decreciente de frecuencia: los jefes no
nos protegen, en tanto como deberían contra las presiones del exterior;
los jefes no reparten el trabajo de manera justa; los jefes no toman la
iniciativa; en la oficina existen demasiadas actividades que se repiten
innecesariamente; el papeleo no tiene sentid, el sueldo es demasiado
bajo para lo difícil que es el trabajo. Un estudio que se está haciendo
sobre los impresores alemanes enumera hasta ahora las siguientes quejas,
también en orden decreciente de frecuencia: los jefes son demasiado
indecisos; las tareas no son lo bastante variadas; a los jefes no les
preocupa la calidad del producto; hay demasiados enfrentamientos
burocráticos, las prestaciones sociales son demasiado bajas; en el
taller hay demasiados celos. Los estudios estadounidenses hacen más
hincapié en la cuestión de la satisfacción personal en las relaciones
entre los jefes y sus subordinados. Los estudios ingleses y franceses de
las actitudes obreras revelan la mayor conciencia económica, pero
incluso en esos casos, tiende a juzgarse que el jefe es personalmente
responsable por las privaciones materiales que padecen sus subordinados.
La calidad de la vida laboral era una cuestión secundaria en las
sociedades de gran miseria económica de las masas, como la Inglaterra de
mediados del siglo XIX, o en las sociedades con muchos buenos empleos,
pero mucha más gente que quería trabajar, como los Estados Unidos de la
misma época. Cuando hay que comer no se tolera a los jefes que son
ineptos, tontos o desagradables. La sociedad industrial moderna ha
aliviado las dificultades materiales de las masas y ha hecho que el
trabajo sea una experiencia más estable y regular; ahora ya es posible
pensar en la calidad de lo que hace uno durante esas ocho horas. Cuando
un estudio reciente del Gobierno de los Estados Unidos —de mayor escala,
pero menos cuidadoso que el de Gilmour y Lamb— reveló que una mayoría
de los trabajadores en puestos no elititas se sentían profundamente
insatisfechos con la forma en que pasaban su tiempo de trabajo, un
destacado hombre de negocios observó que el Gobierno había estudiado el
mayor lujo, el lujo de disfrutar con lo que hace uno. Esta observación
es errónea, tanto en lo histórico como en lo práctico. Por una terrible
ironía, el capitalismo moderno ha llegado a dar a los trabajadores la
oportunidad material de enfrentarse con lo que significa estar tenso o
aburrido durante la mayor parte de las horas que pasa uno despierto. El
resultado práctico de este enfrentamiento es que la productividad y la
disciplina del sistema se ven perturbadas por actos como el absentismo
voluntario o las huelgas espontáneas.
Una de las formas en que se han explicado los descontentos con el
trabajo es la afirmación de que “la ética del trabajo” está
desapareciendo. Esta afirmación se basa en otra idea de Max Weber, la
idea de que la gente quiere trabajar mucho, por muy oprimidos que se
vean en el proceso, porque la autodisciplina que interviene les da una
sensación de valor moral. Esto es lo que significa la ética protestante
para la gente que no es capitalista. La afirmación de que esta ética va
desapareciendo, hecha en abstracto, sencillamente es falsa. Hay varios
estudios que revelan que todavía hay personas de todas las edades, razas
y clases que afirman seguir creyendo en el valor moral inherente de
trabajar mucho. Pero lo que está cambiando es el significado de esta
moral. Muchos trabajadores empiezan a percibir el trabajo duro como un
medio para otro fin, el del desarrollo personal, y no algo que es
moralmente valioso por si mismo.
En un interesante artículo publicado en su volumen de ensayos Work
in America, Daniel Yankelovich relaciona precisamente esta nueva moral
con las formas en que los trabajadores perciben la autoridad de sus
jefes. Según Yankelovich, un trabajador no cree que sus propios
intereses o perceptividad se vayan desarrollando en abstracto; en la
mente del trabajador estas experiencias mientras se tramitan papeles o
se fabrican máquinas guardan relación con el tipo de jefe que tiene el
trabajador. Yankelovich basa su afirmación en diversos estudios, entre
ellos encuestas realizadas por él mismo y concluye:
(La nueva generación de trabajadores) suelen empezar en el empleo
dispuestos a trabajar mucho y a ser productivos. Pero si el empleo no
satisface sus expectativas —si no les da el incentivo que buscan—,
entonces pierden interés. Es posible que utilicen el trabajo para
satisfacer sus propias necesidades, pero a cambio dan muy poco. La
preocupación consigo mismo que es la característica de los valores de la
Nueva Generación atribuye mucho más al empleador la carga de brindar
incentivos (emocionales) para trabajar duro de lo que se hacia con el
antiguo sistema de valores.
Ese es el enigma del trabajo, si ha de ser satisfactorio cualitativa
y emocionalmente, como quieren cada vez más trabajadores, entonces la
personalidad del jefe adquiere especial importancia. Cuando es una
persona para la cual merece la pena trabajar da al trabajo parte de ese
significado emocional. Allí es donde se aúna la personalidad con el
puesto. Un marxista clásico dirían que un jefe nunca puede ser
satisfactorio en esas condiciones; el nuevo elemento es lo que opinan
los trabadores que deberían ser los jefes.
Por todos esos motivos, a partir del decenio de 1920, los directores
de empresas han venido recorriendo a la psicología y los psicólogos a
fin de hallar nuevas formas de motivar a los empleados a quienes dejan
impertérritos las consignas del gran capitalismo. El más famoso de esos
psicólogos fue Frederick Winslow Taylor, un conductista que debía sus
ideas a la obra de Pavlov y de Watson. Taylor se consagró a proyectar el
trabajo “científicamente" de modo que pudiera aumentar la productividad
gracias a una serie de recompensas cuidadosamente escogidas. El
taylorismo fue responsable de la ampliación de los horizontes de las
escuelas estadounidenses de gestión de empresas, que hasta entonces no
habían enseñado más que cuestiones técnicas como contabilidad e
inversiones, y de la ampliación de la labor de instituciones europeas
como la Ecole Nationale A’dministration Francesa, que hasta entonces se
había centrado en la política y en los procedimientos gubernamentales.
Aunque en gran parte las pretensiones científicas del taylorismo se han
visto desacreditadas, sus objetivos estratégicos son cada vez más
ubicuos en la formación de los jefes de empresa y en las prácticas de
las direcciones de las empresas.
E1 objetivo más importante es el de crear una nueva imagen de la
autoridad de los patronos. Esta imagen no se basa en las amenazas a los
empleados, sino más bien en la satisfacción psicológica del empleado. El
patrono aparece como el “gestor” de una política impersonal, el
“coordinador” de las tareas laborales. etc.; influye en lugar de dar
órdenes. En un ensayo escrito hace años sobre el trabajo y sus
descontentos, Daniel Bell caracterizaba acertadamente este cambio:
...en evidente preocupación por comprender, comunicar y hallamos un
cambio de la perspectiva de la dirección de la empresa paralelo al que
al que está produciéndose en la cultura como un todo, pues de pasa de la
autoridad a la manipulación como medios para ejercer la dominación.
Permaneces los objetivos de la empresa, pero han cambiado los medios, y
las formas anteriores de coerción abierta se ven sustituidas por la
persuasión psicológica. El capataz duro y brutal que daba órdenes a
gritos desaparece y en su lugar llega la voz blanda del supervisor
“orientado hacia las relaciones humanas”.
Las tentativas de redefinir las imágenes del trabajo y de los jefes
constituyen un eco de la relación entre Dodds y Blackman en mayor
escala. La nueva ideología del trabajo se centra en lo que siente el
trabajador o la trabajadora, en lo que él o ella escapan de sentir como
cuestión de desarrollo interno y disciplina; el jefe como influencia
desaparece como persona. La influencia parece venir de la nada, pero el
empleado se ve muy motivado.
Existen actualmente tres escuelas de pensamiento establecidas acerca
de la forma de influir psicológicamente en los empleados. El primer
enfoque es el más obvio. Trata de hacer que el trabajo sea
intrínsecamente satisfactorio; el patrono sencillamente espera que si
alguien está contento con su trabajo lo haga bien. Los administradores
interesados en hacer que el trabajo sea satisfactorio han experimentado
ya con líneas de montaje de velocidades variables en las fábricas
estadounidenses de productos electrónicos, con objeto de que los
trabajadores manuales puedan funcionar a su propio ritmo; en Suecia con
la rotación en el empleo en la fábrica de automóviles Volvo, de modo que
tanto los trabajadores manuales como los de oficina vean aliviada su
monotonía al ir cambiando de tarea. Los expertos en satisfacción en el
trabajo también tratan de experimentar con cosas como la forma de
iluminar la oficina o cuando se debe introducir música pregrabada en un
taller. Pero hace poco sus consejos se han ido haciendo más
espirituales: hablan de la “autorrealización”en la línea de montaje, de
la cantina como “foro para la intimidad”.
La segunda escuela se basa en lo quo en la profesión se califica de
“teoría X”. Se trata de la psicología skinneriana aplicada a la gestión
industrial. Conforme a esta escuela, los jefes no deben preocuparse por
las satisfacciones intrínsecas del trabajo; por el contrario, deben
idear recompensas en reconocimiento de un trabajo bien realizado. Si el
trabajador lo hace mal, su castigo debe consistir simplemente en no
hacerle caso. La teoría X se basa en una concepción bastante sombría de
la naturaleza humana: a los seres humanos no les preocupa mucho la
calidad de sus experiencias en el trabajo. Como crítico sensato de la
gestión skinneriana, Douglas McGregor ha observado que quienes aplican
la teoría X están convencidos, además, de que como casi todo el mundo es
inherentemente débil o estúpido, su capacidad para obtener recompensas
es limitada, por mucho que las desee. Así, el que aplica la teoría X ha
de crear una serie de recompensas que el mercado laboral “normal” no
brinda a las masas. Lo obvio que han hecho en el pasado los
administradores que siguen este punto de vista es aumentar los salarios
durante los días o las horas en que un trabajador es especialmente
productivo. Pero esto crea tanto resentimiento entre los trabajadores,
que resulta contraproducente. Por tanto, los partidarios de la teoría X
han tenido que buscar recompensas menos obvias. Por ejemplo, han
experimentado con conceptos como el de “recompensa por reloj”; si un
trabajador hace en cinco minutos un trabajo que normalmente lleva diez,
se le dan cinco minutos de descanso pagado; si hace el trabajo en tres
minutos percibe una recompensa adicional: ocho minutos de descanso
pagado en lugar de siete, etcétera..
La tercera escuela es la que está más de moda hoy día. Hace hincapié
en la idea de la cooperación. Según esta escuela, el logro de
resultados industriales tangibles como la productividad depende del
proceso mediante el cual se establecen los objetivos y se definen las
tareas. Cuando los trabajadores participan en estas decisiones trabajan
más, aunque el trabajo intrínsecamente no sea de su gusto, y aunque las
recompensas extrínsecas no lo sean muy grandes. El motivo por el que lo
hacen es porque llegan a sentirse responsables de lo que están haciendo.
Pero las prácticas de esta escuela están atrapadas en las realidades
del capitalismo.
Las empresas inician prácticas cooperativas porque las entienden
como medios de alcanzar un fin como el de aumentar la productividad. En
cambio, los experimentos verdaderamente socialistas en cooperación
obrera, como ha señalad el sociólogo yugoslavo Rudi Supek, tratan a la
cooperación como si fuera un fin importante en sí mismo, un final al
cual se puede sacrificar la productividad. Además, la cooperación en la
empresa se produce entre desiguales. Los experimentos en la adopción
cooperativa de decisiones utilizan cuestionarios para los empleados a
fin de averiguar cómo quieren los trabajadores hacer un trabajo, o
utilizan conferencias con los trabajadores en el lugar de trabajo. Con
esas técnicas se trata de crear una sensación de mutualidad y por lo
tamo de buena voluntad entre los que, al final, influirán y los que se
verán influidos.
El objetivo psicológico de los tres enfoques es el estímulo, y no la
autonomía del propio trabajador. Quienes insisten en la satisfacción en
el empleo raras veces piensan en que el trabajador proyecte las tareas
que más le interesarían: sería una tentativa enormemente cara, sin
ninguna garantía de que el trabajador se proyectara para sí mismo un
trabajo que le resultará útil a la burocracia. Las autoridades son las
que definen las posibilidades del trabajo. Deciden lo que tiene más
posibilidades de interesar al trabajador para lo cual utilizan tests y
entrevistas. Los partidarios de la teoría X no le dejan al obrero mucho
que decir en cuanto a establecer los términos de su propio
condicionamiento se le establecen cuáles serán las recompenses y cuáles
los castigos, porque los partidarios de la teoría X suponen que nadie
“jugaría limpio” en cuanto a asignarse castigos a si mismo. Las
realidades del control en la tercera escuela, la “cooperativa” as
describe con una cierta tristeza un psicólogo trabaja para una gran
empresa química:
Ocurre demasiadas veces que preguntemos cuáles son las actitudes y
las opiniones de los empleados con gran detalle, pero después en la
mayor parte de los casos, una vez, que tenemos los datos, no se hace
nada al resto. Y ello se debe a que los empleados le están diciendo a la
dirección lo que ésta quiere oír, de modo que la dirección hace caso
omiso de las conclusiones. Después se pregunta por qué seguimos teniendo
descontento, quejas y huelgas. Sería mejor no preguntar a los empleados
lo que creen y sienten que preguntárselo y no hacer nada.
Cada uno de estos enfoques ha tenido diverso éxito. Pero pese a lo
ambiguo de su eficacia, se realizan estos esfuerzos porque constituyen
una forma de dar una razón humana de ser a la vida de la empresa. Lo
esencial de la humanización es el disfraz el hecho descarnado del mando.
El motivo por el que los empleados deben trabajar dentro de una
estructura jerárquica es, a fin de cuentas, su propia felicidad. El
poder se concibe como la capacidad para influir en otra persona de modos
que a fin de cuentas ésta encuentre gratos. A los empleados que son los
objetos del poder, se los analiza al detalle para ver cómo se puede
influir en ellos; al sujeto que procede a influir se lo trata como si
fuera neutral. El jefe del Dr. Dodds es un ejemplo de esa influencia.
La explicación más gráfica de este concepto de la influencia aparece
en las obras de Herbert Simon, el fundador de la ciencia
administrativa. Las principales obras de Herbert Simon son
Administrative Behavior y Models of Man. En estos libros trata de
demostrar que las empresas no sólo formulan decisiones conforme a las
condiciones del mercado externo, sino también conforme a la organización
interna de la empresas. Concibe esta organización internas como una red
de influencias, en la cual la influencia de cada persona está
determinada por su puesto y su función en la empresa. El concepto de la
influencia en la obra de Herbert Simon es moralmente casto; parece que
la manipulación, el engaño y la autoprotección desempeñan un papel nimio
en el proceso de influir a otros y llegar así a la adopción de
decisiones. La influencia retratada en estas influyentes obras tiene la
misma relación con la lucha por la vida en las empresas que La Vie de
Boheme de Henri Murger tenía con la vida real de los pobres en el Paris
del siglo XIX.
El tema que ha fascinado a Simon n lo largo de toda su carrera es el
de cómo construir “modelos” de las influencias dentro de una
organización. Cabría suponer que las pautas de influencia deberían tener
algo que ver con las tareas que ha de realizar una organización, y que
por lo tanto el modelo de comportamiento administrativo debería estar
vinculado a los problemas con que se enfrenta una empresa cuando trata
de aumentar su poderío económico y ganar dinero. Sin embargo, en la obra
de Simon la empresa es un mundo en sí misma. Ha intentado separar la
forma en que se adoptan las decisiones del carácter de las decisiones
que han de adoptarse acerca de la competencia, las ampliaciones del
capital, las fusiones, etc. Esta tentativa no es irracional. Su objetivo
inicial era demostrar que la actividad burocrática dentro de las
empresas no es meramente cuestión de reacciones a influencias externas
del mercado. Aunque sobre el papel podría representarse a una empresa
como si fuera una cadena de mando bien ordenadita, en la práctica real
la empresa es un laberinto de líneas de comunicación, en el cual la
mayor parte de la gente está sometida a muchas presiones conflictivas.
El problema de la postura aparentemente sensata es que Simon ha llegado a
un extremo al tratar de evitar el error de contemplar la adopción de
decisiones en una empresa como algo determinado por el mercado. Ha
aislado a la empresa del mundo exterior. Así la influencia nunca se ve
afeada por las duras realidades de la vida.
Este concepto de influencia, cualesquiera sean sus defectos
intelectuales, revela una actitud básica acerca de la autoridad por
parte de los administradores y de los especialistas en administración.
Si el sentido de autoridad en general es el que le da la gente a los
actos de orden y obediencia, en este sistema de cosas la autoridad
adquiere simultáneamente todos los significados posibles y, por lo
tanto, pierde todo significado. Veamos, por ejemplo, cómo define un
popular libro de texto para estudiantes de ciencias empresariales,
Effective Managerial Leadership, de James J. Cribbin, a un buen director
“colaborador”.
No titubea en actuar con vigor cuando lo exigen las circunstancias,
pero no recurre a dar órdenes en todo momento. Aprecia más la
autodisciplina que la disciplina impuesta, y más las sugerencias
constructivas que la conformidad sumisa. Al contemplar la autoridad como
algo que se basa en la competencia y no en el cargo, este jefe
interactúa con sus subordinados en un proceso de influencia mutua. Como
creador de un equipo, comprende que su objetivo es ayudar a los
subordinados a satisfacer algunas de sus necesidades al mismo tiempo que
se logran los objetivos del grupo y de la empresa. La comunicación
circula libremente, es constructiva y se dirige a los objetivos para los
que existe el grupo. Por último, si es posible, los conflictos se
resuelven mediante la síntesis de opiniones diversas.
Como la “influencia” es un sistema autocontenido y que se remite
únicamente a sí mismo, el buen jefe debe estar en todas partes y serlo
todo. Como la “influencia” es moralmente casta, estar en todas partes y
en todo debe ser en bien de las personas sobre las que influye. A nivel
aparentemente más alto, esta misma idea de influencia como fenómeno
flotante aparece en la obra de Chris Argyris, profesor de Administración
Industrial en la Universidad de Yale.
Por lo tanto, incumbe a cada ejecutivo de la organización que
estudia la posibilidad de introducir cualquiera de estos grandes cambios
orgánicos establecer primero su competencia en varios regímenes de
jefatura, de modo que pueda pasar de uno a otro con un mínimo de
ambigüedad y de inseguridad personal. El jefe necesitará que la
ideología de la jefatura centrada en la calidad sea tan alta que no
tienda a sentirse inseguro ni culpable en el caso de que se pongan en
tela de juicio sus cambios de comportamiento cuando pasa, por ejemplo,
de dar órdenes a participar más.
Lo que importa de estas ideologías de la influencia es que el jefe
eficaz nunca está atado, nunca está comprometido con nada. Y ésta es
precisamente la forma en que el jefe o la jefa mantienen su autonomía.
La técnica de un “coordinador” o “gestor” consiste en no quedarse nunca
inmóvil en una posición. Esto es lo que practica con tanto éxito el jefe
del Dr. Dodds; sus respuestas invertidas lo mantienen exento de la
obligación de tener que comprometerse acerca de la forma en que hará la
contraoferta a la oferta de la otra empresa. Probablemente no lo va a
hacer hasta que se haya reunido con un comité de personal, como el
comité al que pertenece la jefa de los contables, de modo que la
decisión final distará todavía más de ser una decisión personal suya.
Por lo general, creemos que los buenos jefes son los que adoptan
decisiones; por el contrario, un jefe verdaderamente eficaz se cubre los
flancos. Hay muchas formas corteses de decir esto mantiene abiertas sus
líneas de influencia, es flexible, o como dice tan tajantemente
Argyris, puede cambiar de posiciones -con un mínimo de ambigüedad y de
inseguridad personal-.
Así, la idea de influencia es la expresión última de la autonomía.
Su efecto es mistificar lo que quiere el jefe y lo que el jefe
representa. La influencia encaminada a hacer que los trabadores estén
más contentos con su trabajo les niega una libertad equivalente: al
carácter de las satisfacciones es algo que se les da hecho. Se prevé que
el poder elimine el enfrentamiento. Sin embargo, quienes tienen
influencia no dicen, quiénes son, lo que representan ni lo que esperan;
las influencias no son normas, sino estímulos. Depende del subordinado
averiguar qué es lo que se pretende. Este es el ejemplo más extremo de
un dicho de Hegel: la injusticia de la sociedad es que el subordinado
debe interpretar lo que es el poder.
Autonomía y libertad
Uno de los motivos por los cuales la autonomía suscita unas
reacciones tan fuertes es que mucha gente ha llegado a creer que el ser
humano equivale a ser libre. “Mientras lo puedan tratar a uno a
empujones”, me dijo que una vez un jornalero de Boston, “no es uno nada”
.A ojos de la gente corriente, el control de la corriente de influencia
no aporta tanto lo placeres de la dominación, sino una oportunidad de
obtener el control de uno mismo. La autonomía edifica una barrera contra
el mundo; una vez protegida, cada persona puede vivir como quiere.
Tocqueville, en el segundo volumen de su Democracia en América fue
el primero que escribió acerca de la creencia en la autonomía como
libertad, y este tema es uno de los motivos por los que su descripción
de la América de la época de Jackson no aparece ante el lector como la
imagen de una edad pasada, sino como la época actual en germen.
Tocqueville utiliza la terminología de su época para describir esta
creencia; habla de la libertad como objetivo del “individualismo”, pero
al decir individualismo pretende decir algo distinto de lo que era esa
palabra para sus contemporáneos. Al iniciarse la segunda parte del
volumen II de la Democracia, Tocqueville establece un famoso contraste
entre individualismo y egoísmo, por ejemplo. El egoísmo es
Un amor apasionado y exagerado de si mismo, que lleva a la persona a
relacionarlo todo con ella misma y a preferir sus propias necesidades
sobre todo lo demás.
El individualismo es una sensación de paz y moderación que lleva a
cada ciudadano a aislarse de la masa de sus congéneres y a retirarse
dentro del círculo de su familia y sus amigos. Además, tras crear esta
pequeña sociedad para su comodidad inmediata, deja de buen grado que la
.sociedad en general siga su propio camino. No se trata del
individualismo de los darwinistas sociales, no se trata de una fuerza en
duro combate por la supervivencia, agonista y dura; todo lo contrario.
No se trata del individualismo que Jacob Burckhardt imaginaba había
nacido con el Renacimiento italiano y que se iba haciendo cada vez más
fuerte en la historia moderna. Burckhardt nos habla de hombres y mujeres
que luchan para conseguir los unos el elogio de los otros, que luchan
porque se los reconozca como individuos porque tienen cualidades
especiales. Esta exhibición de virtus entraña un gran sentimiento de
comunidad, desear el contacto con los demás. Tocqucville nos muestra a
hombres y mujeres que más bien desean que se los deje en paz. No son ni
empresarios avariciosos ni personajes vigorosos que buscan el aplauso,
lo que quieren es que los dejen en paz para que puedan ocuparse de sus
intereses, sus gustos y sus sentimientos.
La imagen que pinta Tocqueville de estos individualistas es
solidaria, es una imagen de los impulses más blandos de la gente
corriente. Pero estos sueños de desarrollo individual quedarán
destruidos si alguien más fuerte invade el espacio sagrado del yo, como
un ruido muy alto de la calle que le impide a uno seguir adelante con
una concatenación de ideas en su propia mente. Y así, este individuo se
ve invadido por un gran deseo. En primer lugar, el de igualar la
condición del poder en la sociedad de modo que nadie tenga fuerza
suficiente para entrometerse; si todos somos iguales, cada uno puede
seguir su propio camino. Tocqucvillc dice que este es el principio del
“individualismo democrático”, en cuya frase la palabra “democrático”
significa “igual”, como señala George Pierson, el biógrafo
estadounidense de Tocqucvillc.
Pero si las condiciones sociales no permiten que todos sean iguales,
existe una segunda línea de defensa. Esta es la indiferencia, la
retirada, el ser voluntariamente insensible a los otros. Si se actúa
así, los otros no pueden llegar a las emociones de uno. Aunque uno está
preso en el mundo, sin embargo dentro de la prisión puede seguir su
propio camino. Esta a segunda línea de defensa es la que incorpora la
autonomía como ideal de libertad en las vidas de las personas que
dependen de otras.
Todo el segundo volumen de la Democracia de Tocqueville está
consagrado a la comprensión de las trágicas consecuencias de este ideal.
Estas consecuencias son tamo psicológicas como políticas. La
consecuencia psicológica que uno este buscando interminablemente una
sensación de satisfacción, como si el yo fuera una especie de enorme
almacén de sentimientos gratos que las relaciones sociales le han
impedido explorar.
Independientemente de lo que experimente una persona en un momento
dado, se imagina miles de otros placeres que la muerte le impedirá
conocer si no se da prisa. Esta idea lo perturba, lo llena de temores y
de pesares y mantiene a su espíritu en un estado de incesante
trepidación; a cada momento sus que está a punto de modificar sus planes
y su lugar en la vida.
Aislado, inquieto e insatisfecho: la búsqueda de la libertad mediante la autonomía crea una ansiedad terrible.
Las consecuencias políticas de este ideal son igual de destructivas.
Como la segunda línea de defensa contra la intromisión desde el
exterior es tratar al poder a distancia, como algo que uno no puede
dejar que le importe, se empieza a estar dispuesto a ceder cada vez más
derechos al Estado a dar a éste cada vez más atribuciones, con tal de
que no se meta demasiado en la vida íntima, un Estado que satisficiera
esas condiciones sería “absoluto, muy expresivo, regular, con gran
visión y blando”. Creo que Tocqueville es el primer amor que utiliza el
término de “estatismo asistencial” y así es como se representa:
Lo que reprocho a la igualdad no es que haga desviarse a los hombres
en persecución de placeres prohibidos, sino más bien que los absorbe
totalmente en la persecución de los placeres permitidos... Es probable
que se vaya a establecer en el mundo una especie de materialismo honrado
(matérialisme bonnete), que no corromperá el alma, pero que
silenciosamente irá ablandando los resortes que la impulsan a la acción.
Estos son los motivos psicológicos y políticos por los que
Tocqueville temía a la idea de que la gente es libre cuando es autónoma.
Esta idea hará que la gente esté siempre insatisfecha y puede
acostumbrarla a seguir los modos de un Estado blando y enervante. Y en
este segundo volumen de la Democracia es cuando Tocqueville es menos
conservador; la respuesta esta creencia no es un individualismo agresivo
y competitivo, sino unas ideas de la libertad más sociables.
Lo que temía Tocqueville era que el ideal de ser libre por ser
autónomo fuera tan embriagador que se despreciaran estos peligros hasta
que resultara demasiado tarde. Es cierto que la creencia en la autonomía
ha llegado a generalizarse, si es que los estudios de la condición
profesional y de los rasgos deseables de personalidad pueden servir de
guía. Es cierto que el valor que atribuyen a la autonomía quienes
carecen de ella puede reforzar la autoridad de quienes se perciben como
en posesión de ella. Quienes la poseen están más altos, son más libres;
la autonomía es una forma de concebir lo que es ser una persona fuerte.
Pero lo que temía Tocqueville debe ubicarse en un contexto más amplio:
la relación entre la autoridad y la libertad tal como la conoce hoy día
la sociedad industrial occidental.
Tenemos libertad para no creer en la autoridad y lo que es más
importante, para declarar que no creemos, libertad desconocida en las
diversas patrias. Las imágenes dominantes de la autoridad invitan a esos
rechazos. En un extremo se halla la imagen de la autoridad paternalista
en la cual exige algo indeleble y descaradamente falso: es la
preocupación por parte del amo cuando se adecua a sus intereses, en sus
propias condiciones y a cambio de la pasividad agradecida de los
beneficiarios. Al otro extremo se halla una imagen ya desprovista de
toda pretensión de “permitirme que yo me cuide de usted". Es la imagen
de una persona que se cuida de sí misma. Demuestra hasta qué punto está
en posesión de sí misma mediante actos de indiferencia o de retirada de
otros al que erróneamente se le ha etiquetado “comportamiento
impersonal”, pues provoca las sensaciones de rechazo más intensamente
personales por parte de las víctimas de él. La fuente de esos rechazos,
una persona concreta que es responsable ante otros y ha de tratar con
ellos personalmente, se va haciendo cada vez mas velada en la práctica
burocrática moderna a medida que las autoridades se convierten en
configuradoras de influencia, en lugar de figuras con un poder
declarado. Una presencia autorizada y sin responsabilidades, pues, una
persona que negocia en influencia pero no negocia cara a cara. Un juez
cuyos veredictos son tan intensos como arbitrarios, cuestión de
consideración. Y esto también le da libertad.
Esas imágenes de autoridad fueron surgiendo a partir de las
ambigüedades básicas del capitalismo, ambigüedades en el significado de
lo que es comunidad y de lo que es individualismo. Ninguna de las
imágenes de autoridad logró eliminar permanentemente esas ambigüedades, y
ese fracaso también nos ha dejado libres. El Fuhrer y el Duce
constituyen dos lecciones bien claras de lo que sería la sociedad
europea si desaparecieran las disonancias.
Nuestro problema se halla en el terreno de lo que es ser libre, y es
un problema auténtico. Las formas dominantes de autoridad en nuestras
vidas son destructivas; carecen del elemento de la protección, y la
protección —el amor que sostiene a otros— es una necesidad humana
básica, tan básica como la de comer o la sexual. La compasión la
confianza, las seguridades, son cualidades que sería absurdo relacionar
con esas figuras de autoridad en el mundo moderno. Y, sin embargo, somos
libres: tenemos libertad para acusar a nuestros amos de que nos faltan
esas cualidades.
La dificultad estriba en que el mismo acto de rechazarlos establece
vínculos con ellos. Vínculos basados en el temor a su fuerza, en el
deseo ver alguna imagen de fuerza mediante la definición de sus fallos,
tentativas de arrancar a un conjunto insatisfactorio de imágenes algo
que satisfaga esa necesidad básica de autoridad. Dada la seriedad de las
cosas en que comercia la autoridad, ésta es una figura que magnetiza.
Se le puede ser desleal, se le puede desobedecer, pero al igual que
ocurría con el Dr. Dodds o con la Srta. Bowen, el objetivo de estas
negociaciones no es destronar a la presencia autorizada, sino atraer su
atención.
No cabe duda de que una persona con sentido se sentiría airada si
quedara en manos de estas autoridades huidizas o engañosas. Pero la
trampa de rechazarlas es algo más que una cuestión de esperar que por
fin se logrará que ellos se preocupen. Ninguna persona, por
bienintencionada que sea su personalidad puede jamás dar esa protección a
otra persona como si fuera una mercancía. Y tampoco se obtiene su
atención como si se estuviera percibiendo intereses por una inversión.
Pero la ilusión se protege a sí misma. La persona insatisfecha,
descontenta, se imagina que si la persona en posición de control fuera
otra, entonces terminaría su infelicidad y se sentiría respetada por el
hecho de que se adviniera su existencia. El Dr. Dodds imagina que un
tipo diferente de jefe le habría hecho sentirse menos culpable; a él no
le parece que el problema sea cómo hablan él y su jefe, sino quién es su
jefe. Las contables se imaginan que si su jefa fuera más fuerte,
estarían más a gusto en su trabajo, aunque muchas de ellas huyeron
anteriormente de una persona era precisamente así. La Sra. Bowen creía
que las gentes que deberían haber sido autoridades nunca eran lo
bastante fuertes. Esta imaginación negativa se halla totalmente bajo la
égida del orden vigente. No cree, pero lo único que hace es soñar con
otra persona, y no con una forma diferente de vida.
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